El monstruoso crimen de Ruth Pyne: una enfermedad mental destruyó a su familia y alumbró al asesino menos pensado

Tenía una familia feliz, con un marido amoroso y dos hijos perfectos, pero algo dentro suyo se rompió y puso a la vida de los cuatro en jaque. Cuando parecía que regresaba la calma, apareció muerta con el cráneo partido y 16 puñaladas. Lo que nadie imaginó es quién había sido el femicida

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Esta es la historia de una familia que, como la mayoría de las historias del planeta, comenzó con un flechazo que se transformó en amor.

Cuando Ruth Hock cruzó el aula, en su primer día de clases en el secundario South Lyon, Bernie Pyne quedó impactado. La cara inocente y la actitud campechana de su nueva compañera lo conquistaron al instante.

Todo siguió con el rumbo previsible: noviazgo, casamiento, hijos. Parecía que la vida les prometía felicidad eterna.

Sin embargo, nada salió bien.

Ocho noches sin dormir

Bernie de inmediato se acercó y le dijo con desfachatez: “Sos bellísima, quisiera que salgamos juntos”. Ese tipo era un chamuyero, pensó la adolescente, pero le respondió con una sonrisa amable: “Salí de acá ya”. Lo despachó sin dudar y continuó charlando con sus amigas.

Ruth Anne Hock había nacido el 26 de noviembre de 1959 y era una entre cinco hermanos. Se las sabía todas y no pensaba caer bajo el primer avance de su compañero de clase. Bernie no se dejó intimidar por la actitud desafiante de Ruth e insistió. La empezó a llamar todas las semanas, durante meses: “Llamé y llamé hasta que en una oportunidad ella se relajó y me dijo: Bueno, dale, salgamos. Diez meses después de esa salida, nos casamos”, revela Bernie con nostalgia ante el futuro ya desplegado frente a sus ojos.

El matrimonio se celebró el 20 de febrero de 1979. Se instalaron en Highland Township, en las afueras de la ciudad de Detroit, en el estado de Michigan, Estados Unidos. Ruth trabajaba como asistente dental y Bernie como ingeniero en el área de automotores. Ambos eran fervientes religiosos y formaban parte de la iglesia evangelista presbiteriana de Cornerstone.

Prefirieron esperar a estar más asentados para tener hijos. Juntos la pasaban muy bien. Diez años después nació Jeffrey y, una década más tarde, Julia. Ya eran una familia tipo norteamericana, rebosante de sonrisas y prosperidad. Ruth era una madre convencional y respetuosa de las tradiciones. “Fueron muchos años donde no solo tuvimos una vida normal sino también muy bella. Ruth era una madre y esposa increíble. Pasamos incontables momentos felices juntos”, recuerda Bernie.

Fue después del nacimiento de Julia que algo cambió. Llevaban más de veinte años juntos cuando de repente la oscuridad entró a sus vidas vestida de enfermedad mental.

Bernie se percató de que Ruth experimentaba pensamientos paranoides. Le había empezado a repetir que las otras mujeres de la iglesia la perseguían y la escuchaban. Una mañana Bernie se dio cuenta de que Ruth no había dormido. Le preguntó qué pasaba. Ella le respondió algo que lo dejó helado: “Sí, es cierto, no he dormido nada en ocho días”.

A su mujer le pasaba algo serio: ocho noches sin conciliar el sueño era anormal. La llevó a una consulta con un médico y, luego de varios especialistas y muchos estudios, llegó el diagnóstico: Ruth tenía trastorno bipolar con rasgos psicóticos y esquizofrenia paranoide. Requería de sustancias estabilizadoras para sus estados de ánimo y drogas antipsicóticas. Ruth percibía una realidad distorsionada, tenía delirios, podía ponerse agresiva y experimentar cambios extremos en su conducta.

En ese instante el mundo de los Pyne dejó de girar con normalidad. ¿Qué había disparado la enfermedad? ¿Había estado siempre ahí, acechando? ¿Qué podían hacer para volver a ser los mismos? Un tornado de preguntas con escasas respuestas.

Estos trastornos, le dijeron, podían aparecer en distintas etapas de la vida: en la adolescencia o entre los 45 y 55 años. Ruth entraba en el segundo grupo.

Para Bernie resultó todo un desafío tener que hacer frente a esta nueva realidad familiar. Tenía que lograr que sus hijos comprendieran la situación, pero al mismo tiempo que continuaran con sus vidas lo mejor posible.

Alucinaciones, manías y violencia
Estaban empezando a aceptar los cambios que se habían producido en sus costumbres cotidianas cuando Ruth comenzó con nuevas manías persecutorias. Creía que en la casa había aparatos instalados con los que otros la escuchaban. Y le dijo a Bernie, aterrada, que le habían colocado uno de esos artefactos en su torrente sanguíneo.

El problema de los delirios se volvió recurrente, sobre todo porque Ruth se negaba a tomar las drogas antipsicóticas que le habían recetado. Cada tanto terminaba en una guardia con un brote y la internaban por unos días. Cuando todo volvía a su cauce, le daban el alta y regresaba a casa. Pero, unos días después, dejaba la medicación nuevamente y nadie podía lograr que la tomara. Estaba cada vez más convencida de que esas pastillas eran parte de un hechizo o brujería para lastimarla. Cuando le insistían, se ponía sumamente violenta.

La paranoia creció al punto que ella comenzó a esconder cuchillos detrás de la cabecera de su cama para defenderse de sus fantasmas.

Mientras la pareja se deshilachaba y los circuitos cerebrales de Ruth entraban en corto, los chicos intentaron seguir con sus rutinas. Jeffrey era el mejor alumno de todo el secundario y se destacó en básquet. Julia consiguió lo mismo en ballet. Jeffrey se graduó con honores e ingresó a estudiar biología en la Universidad de Michigan. Aseguraba que quería convertirse en doctor para curar la espantosa enfermedad de su madre.

Bernie, por su lado, hacía lo que podía. Tenía dos trabajos y se ocupaba de Julia a quien todavía tenía que llevar y traer del colegio y de las actividades deportivas. Un dibujo que ella hizo a los 9 años lo desarmó: se representó junto a su mamá a quien dibujó llorando.

Ruth vivía en su universo paralelo y no colaboraba. Su resistencia a las drogas para atemperar su serios trastornos mentales la terminaron apartando de todo. Jeffrey parecía ser el más fuerte de los cuatro, el que recogía los pedazos de la familia que habían sido. Se enfrentaba con su madre para obligarla a tomar los medicamentos y, en varias oportunidades, soportó que ella amenazara con suicidarse y matarlo.

A pesar de los esfuerzos, las cosas escalaron para peor. En el año 2010 llegó la violencia.

Ruth no dormía, no tomaba los remedios y controlarla se había vuelto una tarea imposible. Le rogaban que lo hiciera, pero ella gritaba fuera de sí que no lo haría.

Bernie contó que un día, en medio de una pelea sobre el tema, “Jeffrey entró a nuestra habitación para ayudar y ella saltó de la cama y lo agarró del cuello intentando pegarle”. Según su padre, Jeffrey, no reaccionó de ninguna manera: “Nunca lo hacía. Es un alma tierna. No es peleador, es un hijo adorable”.

Esta vez, el escenario fue tan violento que precisaron llamar a la policía. El detective David Hendrick terminó deteniendo a Ruth por violencia doméstica. Pero ¿una enferma psiquiátrica detenida? Las cosas ya estaban demasiado intrincadas en la familia.

Pasó dos semanas presa y, por supuesto, no se presentaron cargos. Pero padre e hijo aprovecharon ese tiempo para pedir a la justicia que instrumentara medidas para poder forzar a Ruth a tomar los remedios. Ya sabían que cuando ella no lo hacía, todo se descontrolaba y ocurrían cosas graves. Consiguieron que desde la cárcel Ruth fuera enviada a un psiquiátrico durante 23 días. Cuando le dieron el alta volvió a su casa. Y, otra vez, empezó a negarse a la medicación.

Era una batalla perdida.

Amenazas que funcionan
Bernie no estaba preparado para estas terribles circunstancias. Estaba harto. Quería a su mujer, pero no podía más. Además, había conocido a Renee Ginell, quien manejaba un local de vitaminas y suplementos GNC. No demoró en refugiarse en ella para escapar de su infierno cotidiano.

Una noche de esas, Ruth los pescó comiendo en un restaurante de la zona y explotó la tormenta perfecta. Bernie decidió pedirle el divorcio y enterrar aquellos votos del matrimonio que dicen “en la salud y en la enfermedad”.

Ruth se desesperó y le juró que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para salvar su matrimonio y su familia. Lo convenció y él aprovechó para comprometerla: desde ahora tomaría su medicación sin protestar y lo dejaría acompañarla a todos los médicos para poder estar al tanto de lo que ocurría. Se prometieron mutuamente que volverían a su bella vida de antes.

Ruth cumplió. Volvió a ser una esposa y madre en apariencia feliz. Hacía tiempo que no estaban tan bien. La dicha parecía estar de nuevo al alcance de sus manos.

Hasta la primavera norteamericana de 2011.

La tragedia

El 27 de mayo de 2011, Bernie fue a buscar como todos los días a su hija Julia (11) al colegio. Volvieron a su casa conversando en el auto sobre lo que harían esa misma tarde: tenían como plan limpiar la pileta porque se acercaba el verano.

Llegaron un poco antes de las 14.30 y se dirigieron a la puerta del garaje. Todo sucedió al mismo tiempo. Julia pegó un grito. Bernie vio un brazo asomado. Intentó abrir, pero no pudo porque el cuerpo de Ruth bloqueaba el acceso. Observó un enorme charco de sangre e hizo lo imposible para apartar a Julia y que no viera nada. De inmediato pensó que su mujer Ruth, de 51 años, se había suicidado. Corrió por el jardín a buscar a sus vecinos y luego llamó al 911 y gritó desesperado: “Mi mujer está tirada en el piso, hay sangre por todos lados, no sé qué está pasando”.

La policía llegó al lugar en pocos minutos y la investigación comenzó.

No era un suicidio, era la escena de un crimen extremadamente violento.

El detective Greg Glover contaría luego: “Yo he hecho este trabajo por más de 25 años y esa fue, probablemente, la peor escena de un crimen que haya visto en toda mi vida”.

Ruth había sido golpeada repetidas veces en la cabeza. Con tanto salvajismo que su cráneo estaba abierto como un melón. Además, había sido acuchillada dieciséis veces en el cuello.

“Múltiples, múltiples apuñalamientos en su cuello, y múltiples heridas en la cabeza. Había mucha furia y violencia ahí. Eso es indicación de algún tipo de relación entre la víctima y el asesino”, explicó el detective Hendrick.

Mientras la policía aseguraba la escena del hecho, Bernie llamó a su hijo mayor Jeffrey. A las 15 él empezaba su turno en Spicer Orchards. La primera vez, no lo atendió. Insistió. La segunda contestó y Bernie le dijo: “Jeffrey tenés que venir a casa, ahora”. No le explicó por qué, ni su hijo preguntó nada. Cuando Jeffrey llegó encontró a su padre y a su hermana sentados en la parte de atrás de una ambulancia. Los paramédicos que estaban con ellos, rápidamente, notaron algo llamativo: Jeffrey tenía las dos manos vendadas.

Bernie le anunció a su hijo que su madre estaba muerta, pero dijo no recordar exactamente cómo fue la conversación porque “yo estaba en shock”.

El primer sospechoso

Para los expertos no había sido un ataque al azar. La puerta principal estaba cerrada. Si bien Ruth estaba rodeada de sangre, no había rastros de la misma por la salida del garaje. Se inclinaron a pensar que el asesino había salido por la puerta principal, luego de lavarse en el baño del piso superior. Allí, en la bañadera, fue donde se encontró el único rastro de sangre de Ruth fuera del garaje. Y, al irse, el homicida cerró con llave.

El culpable parecía ser alguien del entorno de la víctima.

El principal sospechoso era Bernie. El marido que rápidamente tuvo que admitir que tenía una amante, pero que negaba fervientemente haber asesinado a su mujer.

La hermana de Ruth, Linda Jarvie, expresó en ese momento espantada: “No quiero pensar por lo que ella pasó. Espero que haya estado inconsciente desde el primer golpe”. Cuando la policía le preguntó quién podría haber hecho algo así, ella respondió sin dudar: “Bernie Pyne. Es una persona violenta y yo le tengo miedo”. Al medio 48 Hours le dijo que su hermana también le temía a Bernie y que varias veces lo había dejado para irse a vivir con ella. Pero Bernie negó inmediatamente esas acusaciones en los medios y alegó que Ruth jamás se había quedado a dormir en lo de Linda durante su matrimonio. Aunque sí reconoció haber sido un poco violento de joven porque solía agarrarse a trompadas.

Lo crucial fue que Bernie tuvo una coartada más que comprobable para el horario fatal: entre las 12 y las 14.30 horas de ese día. Su jefe en el trabajo, un compañero con quien almorzó y tres testigos más.

“Nos llevó unos días comprobar sus coartadas, pero pudimos hacerlo. Así que tuvimos que quitarlo de la lista de sospechosos”, aclaró Hendrick. Bernie no podía ser el criminal. Además, él comenzó a colaborar activamente con la investigación porque quería saber quién le había quitado la vida a Ruth y destrozado a su familia.

Mentiras convenientes
El otro sospechoso que empezó a perfilarse era alguien de apariencia calma y muy unido a Ruth: el hijo mayor de la pareja. Jeffrey, el que el mismo día del crimen apareció con sus manos vendadas. Cuando le preguntaron qué había pasado, él respondió que se había lastimado en su trabajo moviendo los pallets de madera. Pero su jefe, al ser consultado por los detectives, comentó que esas ampollas no eran consistentes con el trabajo que hacían. Las alertas se encendieron.

Jeffrey desmenuzó ante las autoridades lo que había hecho ese día. Esa mañana había estado con su madre antes de salir de compras y al regresar había descargado con ella las cosas de almacén. Cuando volvió a irse se despidió de Ruth quien ya se había acostado para dormir un rato. Jeffrey aseguró que desde su casa se dirigió a la vivienda de Diane Needham, a unos kilómetros de distancia, a quien solía hacerle trabajos de jardinería. Sostuvo que ese día había ido, alrededor de las 13.30, a trasplantar seis plantines de lilas y que a las 15 ingresó puntual a su trabajo diario.

La policía tenía tres datos comprobados de sus movimientos:

-Que Jeffrey había dejado el negocio Meijer, donde había comprado algunas provisiones, a las 10.54.

-Que el cuerpo había sido hallado a las 14.30

-Que Jeffrey había llegado a su trabajo a las 15.

Lo que hubiese hecho Jeffrey Pyne entre las 11 y las 14.30 demostraría su culpabilidad o su inocencia.

En esos días de frenética investigación y mucho dolor Bernie le preguntó a su hijo cómo estaba Ruth cuando él se fue de la casa: “me dijo que ella estaba acostada en su cama y que lo último que él había hecho era tomar el correo para luego dejarlo en la chimenea y gritarle adiós a su madre”.

Pero el primer problema con la coartada de Jeffrey fue que la mujer a quien le hacía jardinería contradijo lo sostenido por él: Diane explicó a los investigadores que si bien Jeffrey solía ir al mediodía, ese día no lo había hecho y ella no lo había visto. ¡Y que las lilas las había colocado una semana antes!

Diane no tenía motivos para mentir, pero ¿podía equivocarse? No parecía. Se mostró muy segura de sus dichos. Jeffrey mentía.

¿Qué había pasado entonces? ¿Cuál era el móvil del horrendo crimen? ¿Jeffrey podría haber enloquecido con algo que hizo o dijo madre? ¿Una pelea con Ruth podría haberlo llevado a asesinarla de esa forma brutal? De ser esa la hipótesis cierta, él podría haber tenido una ventana de más de tres horas, luego de salir del negocio, para llegar a su casa, matar a su madre, limpiar todo lo posible, agarrar sus cosas e irse a su trabajo donde debía ingresar a las 15.

Fue llamado a declarar una vez más y los policías fueron incisivos en sus cuestionamientos. Notaron en Jeffrey algo que los preocupó mucho: la ausencia de emociones ante cada una de sus preguntas.

“Él no nos preguntaba nada”, reconocieron sorprendidos, “Nunca nos preguntó cómo murió, cómo había sido asesinada, nada”. Cuando le inquirieron sobre si se había peleado esa tarde con su madre, Jeffrey Pyne, musitó con tranquilidad: “No, no dije nada que la pudiera lastimar. No hice nada”.

En las imágenes de ese video, en la dependencia policial, se lo ve con una remera gris, restregándose los ojos llorosos con sus dos manos vendadas: “No tenía problemas con mi madre. El único tema era que yo quería que tomara sus medicinas. Ese es el único problema que tuve con ella”.

Las autoridades desconfiaban cada vez más del retrato que todos hacían de ese hijo pacífico y cariñoso con su madre.

Bernie, por el contrario, estaba convencido de su inocencia. Su hijo era incapaz de matar una mosca y una persona excelente que no había provocado una pelea en su vida. Julia tampoco, ni por un segundo, sospechaba de su hermano.

El monstruo en casa
Meses de investigación siguieron por delante. Las misteriosas heridas y ampollas de las manos de Jeffrey para su padre Bernie eran viejas. “Unas ampollas no convierten a nadie en asesino”, sentenció, “Mi hijo no pudo hacerlo. No podría jamás lastimar a nadie. Se equivocan”.

Pero la falta de signos de robo en la propiedad o de abuso sexual en la víctima y el hecho de que no hubiese cerraduras forzadas parecían indicar que el asesino estaba en casa. Y el que había mentido en su coartada era Jeffrey.

Llegó el día en el que el detective Glover tuvo que enfrentar a Bernie con las pruebas que tenían. Contó que lo encaró y le dijo: “Bernie, no sé si querés que te lo digamos. Él respondió: Quiero saber quién es el monstruo en el caso. Y yo le dije: Bernie, tu hijo lo es, él mató a tu esposa”.

Bernie, incrédulo, lo siguió defendiendo: “Yo soy el mejor sospechoso, mucho más que de lo que podría ser Jeffrey jamás. Yo era el que estaba atrapado en un matrimonio con una mujer enferma mentalmente. Mirándolo desde afuera yo era el sospechoso lógico. Jeffrey no habría lastimado a su madre nunca, no hay manera”.

Los investigadores se dieron cuenta de que “nadie quería creer que Jeff, así le decían, hubiera sido capaz de cometer semejante crimen. Todos pensaban que era el hijo perfecto”.

No hay peor ciego que un padre que ama a su hijo.

En octubre de 2011, cinco meses después del crimen de su madre, Jeffrey Pyne de 21 años, fue arrestado e imputado por el homicidio.

El hijo perfecto va a juicio
Un año y medio después de ser arrestado Jeffrey Pyne fue a juicio. El fiscal, John Skrzynski, dijo que el caso era como un mosaico en el que había que colocar todas las piezas juntas para poder ver la foto completa con claridad: " (...) ustedes verán cómo, a medida que lo hacemos, se va conformando la imagen de un hombre, Jeffrey Pyne, quien cometió un homicidio en primer grado, premeditado”.

El abogado por la defensa, James Champion, sostuvo en su alegato de apertura del caso que su cliente siempre había mantenido ser inocente y que no se movía de ahí.

La tía materna de Jeffrey, Linda Jarvie, trató de mantener la mente abierta durante la celebración del juicio: “Quiero ser una buena tía para Jeff y escucharlo. Puede ser que no lo haya hecho. Puede ser…”.

Las ampollas y heridas en sus manos fueron el centro del debate. Su compañero de trabajo Nick Bretti declaró que jamás se había lastimado las manos y menos de esa manera.

Nick Bretti: Muchas veces lo intenté levantando los pallets de diferentes maneras, pero no lo logré.

John Skrzynski: ¿Usted intentó simular esas heridas y no lo logró?

Nick Bretti: No.

Luego de eso, Skrzynski lanzó un ataque demoliendo la coartada del acusado y puso al jurado el mensaje de voz que Jeffrey le dejó el día del asesinato a Diane Needham: “Hey, señora Needham, soy Jeffrey. He estado en su casa algunas veces. Pensé que usted estaba volviendo a su casa y estuve allí cerca de una hora, más o menos, dando vueltas. Chequeando cosas y realmente esperaba que usted estuviera…”.

Jeffrey no mencionó en la grabación los arbustos de lilas. La fiscalía dijo que ese mensaje tenía un propósito concreto: dejar asentada su coartada. Pero Dianne la había desbaratado negando que él hubiese ido a su casa.

La acusación llamó al perito médico examinador Ruben Ortiz-Reyes quien contó la manera cruel en que le habían quitado la vida a Ruth Pyne.

John Skrzynski: Basado en las pruebas. ¿Qué podría usted decirnos de la persona que cometió este crimen?

Ruben Ortiz-Reyes: En patología forense esto se llama “asesinato exagerado” porque las heridas desde el principio son suficientes para provocar la muerte. Pero quien haya sido, estaba decepcionado.

John Skrzynski: ¿Podría usted decir que esa persona tenía un ataque de furia?

Ruben Ortiz-Reyes: Sí. Podría estar furioso.

John Skrzynski: ¿Eso podría indicar que hubiera algún tipo de relación entre ambos?

Ruben Ortiz-Reyes: Es posible.

La conclusión del perito fue que luego de haber sido salvajemente golpeada con una tabla de madera (que Bernie reconoció faltaba en su casa luego del crimen) Ruth todavía estaba viva. Aún así, su asesino se tomó unos minutos más, buscó un cuchillo y la apuñaló dieciséis veces en la garganta. Podría haberse detenido, pero no lo hizo. Fueron dos asaltos mortales consecutivos. Eso, para la ley, es premeditación.

Pero ¿cuál era el motivo para que un hijo se transformara en un monstruo? ¿Estaba desquiciado por la enfermedad de su madre? ¿Discutieron por algo en particular? ¿Era Jeffrey esa persona calma que siempre había demostrado ser o había en él algo en ebullición que todos desconocían? La fiscalía apuntaba a que él tenía una relación turbulenta con su madre enferma y que la padecía.

Acá apareció el interesante testimonio de la ex novia de Jeffrey, Holly Freeman.

Jeffrey, ¿la otra cara ?
Holly Freeman declaró varias cosas curiosas y que pusieron un manto de luz sobre la forma de ser de Jeffrey.

John Skrzynski: ¿Cómo describiría su relación con él?

Holly Freeman: Era una relación seria (...) Habíamos hablado de casamiento y de hijos. (...) Él se ponía sensible con frecuencia y, sobre todo, cada vez que hablábamos de su madre.

Holly siguió diciendo que “había muchas cosas que le molestaban, que él trataba de esconder, que podrían haberse acumulado y hacer que se quebrara emocionalmente”. Reveló además que Jeffrey había considerado irse de su casa, mudarse para vivir más tranquilo, pero que no quería abandonar a Julia, su hermana pequeña: “Se sentía mal con la idea de dejarla. Se preocupaba por ella”.

Quedó claro que la enfermedad de su madre desestabilizaba al acusado.

Dos meses antes del asesinato de Ruth había pasado algo llamativo. Holly se enteró de que su novio la había engañado: “Para mí Jeffrey era el hombre perfecto, el hijo perfecto, el novio perfecto. Confiaba en él con todo mi corazón y no tenía razones para no hacerlo”, explicó. Esa confianza se rompió cuando supo que le había sido infiel, pero lo que más la había sorprendido fue descubrir que él “mentía sin esfuerzo. A mí, a mi familia, a mis amigos. Tenía una historia perfecta siempre para cubrir sus huellas. Yo no podía creer que él pudiera mentir de esa manera, mirándome a la cara”.

Esto revelaba otro aspecto importante de su personalidad: Jeffrey no era quien aparentaba ser, era un sujeto que podía mentir mirando a los ojos y manipular a su oyente.

Holly contó también algo extraño: Jeffrey le había contado a su madre Ruth, quien era sumamente religiosa y creía en la abstinencia sexual, que tenían relaciones sexuales. “No tenía por qué hacerlo, no era asunto de su madre, y se lo dije a Jeffrey y lo amenacé con dejarlo”. Jeffrey prometió que no volvería a pasar algo así y que no hablaría más del asunto con Ruth. Holly relató que Jeffrey le había contado sobre los problemas mentales de Ruth, de su manía por esconder cuchillos en su cama y que solía andar por la casa con una Biblia bajo el brazo: “Yo no creía que fuera una buena idea que Ruth se quedara sola, en su casa, con su hija de 10 años (se refiere a Julia)”. También informó que Bernie había abierto cuentas bancarias a nombre de sus hijos y les había transferido 14 mil dólares a cada uno para que tuvieran dinero y Ruth no hiciera más desastres.

Al día siguiente del crimen, Holly dijo que Jeffrey fue a verla a su casa y que cayó de rodillas llorando por su madre. Holly lo consoló y lo llevó a su cuarto. Fue entonces que se percató de los vendajes en sus manos. “Le pregunté qué era eso y él me dijo que se había lastimado con un pallet (...) Le dije que no parecía y miré sus ampollas. Le advertí que no se veía nada bien que tuviera marcas en sus manos”. Cuando Holly le preguntó si se había peleado con Ruth sostuvo que lo vió dudar por un segundo y que, luego, mirándola a los ojos, le respondió quejándose de cómo ella podía pensar algo así de él.

Holly siguió viendo a su novio por un tiempo, pero siempre en presencia de sus padres que no los dejaban a solas. Nunca más volvieron a tener sexo. Cuando ella tuvo que testificar frente al jurado decidió romper la relación. Confiesa que, al principio, pensó que el autor del atroz homicidio podría haber sido Bernie, su suegro: “Yo sabía que él tenía carácter fuerte y una historia violenta detrás, no podía creer en nadie más que pudiera haberlo hecho”.

Las preguntas siguieron por parte de la defensa y Holly siguió respondiendo.

James Champion: ¿Alguna vez lo vio golpear a alguien?

Holly Freeman: No.

James Champion: De hecho usted sí lo golpeó un par de veces ¿no es así?

Holly Freeman: Un par de veces.

James Champion: Pero él nunca a usted, ¿no es cierto?

Holly Freeman: No.

Este último tramo de la declaración de su ex lo dejaba mejor parado. O, simplemente, delataba que era una persona muy contenida.

“La conversación”
Bernie admitió que él tuvo “la conversación” con Jeffrey. Así la llama. Por ese tiempo, habló con su hijo y le preguntó directamente sobre si había cometido el crimen o no.

Bernie- Necesito saber… ¿pasó algo? Sería más fácil defenderte sabiendo.

Jeffrey- Papá, yo no podría, no podría lastimar a nadie, dejá el tema de mamá. La quiero.

La defensa destacó la ausencia de sangre en sus uñas, en otras partes de la casa o en su auto.

Había una duda razonable, pensaban, para que no fuera condenado. Bernie razonaba: “No hay manera de que Jeffrey pudiera haber limpiado todo y no transferir sus huellas en nada”. Para Bernie su hijo no era un mentiroso y su novia era solo una ex muy enojada.

Pero no todos pensaron igual. Para la acusación la falta de emociones en el interrogatorio era clave para explicar su personalidad. No era normal su reacción ante lo ocurrido. Tenían a un joven que jamás había peleado con nadie y que ni siquiera jugaba a videojuegos violentos, pero su falta de expresión emocional podía ponerlo del lado de los capaces de llevar a cabo un hecho de violencia atroz.

La calma puede ser la contracara de la peor tempestad.

Mientras duró el juicio, más de un año, Bernie intentó que su hija Julia tuviera una vida relativamente normal. Sentía que le habían secuestrado a su hijo. Lo extrañaba.

Tanto Jeffrey como Bernie y Julia esperaban que el jurado lo absolviera. Deseaban que él volviera a casa para empezar a rearmar lo que quedaba de la familia.

El jurado deliberó durante tres días y el 18 de diciembre de 2012 volvió con un veredicto demoledor para Bernie y Julia: “Nosotros, el jurado, encontramos al acusado culpable de homicidio en segundo grado”. Lo habían declarado culpable, pero sin premeditación.

Jeffrey sacudió incrédulo su cabeza. Bernie también y le dijo a la prensa que esperaba fuera de la sala: “No pude proteger a mi mujer cuando lo necesitó y tampoco pude sacar a mi hijo de la cárcel antes de Navidad para que esté con su hermana”.

Para la hermana de Ruth la sentencia fue un alivio, sintió que se había hecho justicia: “Estoy profundamente triste por la muerte sin sentido de mi hermana. Fue un crimen odioso y ella fue la víctima”. A pesar de eso demostró cierta compasión por su sobrino: “No tengo rencor contra Jeffrey. Solo deseo que consiga ayuda y pueda lograr entender por qué lo hizo”.

La calma o la tempestad
El día que el juez daría a conocer la sentencia, el 29 de enero de 2013, Bernie leyó una carta que había escrito su hija Julia, quien ya tenía 12 años: “Mi hermano y yo somos muy pegados y lo extraño mucho. Quisiera que lo envíen a casa cuanto antes, conmigo y con papá porque lo queremos mucho”. Bernie aprovechó para decir: “Soy una víctima de este crimen. Extraño a mi esposa Ruth muchísimo. Y estoy haciendo lo mejor que puedo para criar a mi hija como un padre soltero. (...) Nadie sabe quién mató a mi mujer. Yo estoy seguro de que mi hijo no tuvo nada que ver, pero tendremos que vivir con este veredicto (...)”.

Luego de estas declaraciones, el juez Leo Bowman leyó la sentencia donde lo condenó a pasar entre 20 y 60 años en la cárcel.

Un periodista le preguntó a Bernie qué haría si de alguna manera le pudieran demostrar, sin que quedase ninguna duda, que fue Jeffrey quien mató a Ruth, ¿lo perdonaría? Su respuesta fue: “Lo perdonaría, pero sería duro”.

El detective Glover, quien terminó enfrentado con Bernie Pyne, dijo luego de la sentencia: “Estoy contento con el veredicto, pero al mismo tiempo me siento mal por su familia… Nadie iba a ganar en este caso. Es una tragedia”.

Bernie y Julia periódicamente visitan a Jeffrey quien hoy tiene 34 años. Los cumplió el pasado 22 de diciembre. La primera oportunidad para pedir la libertad condicional la tendrá en octubre de 2031.

El 19 de febrero de 2016 el convicto se casó en la cárcel con Lena Pyne, quien en marzo de 2017 abrió una página en Facebook para luchar por la libertad de su marido y conseguir su absolución: Free Jeffrey Pyne. Ese año ella posteó en la página que la ropa de Ruth nunca había sido testeada para ver el ADN que podría tener en ella. En el día de la madre de 2019, Jeffrey escribió: “... es el octavo año que paso este día sin mi madre. Es un día vacío para mí y me recuerda que ya no la tengo. (...) el peso de estar equivocadamente en prisión por su muerte es mucho para soportar (...)”.

Tiene autorizadas unas siete visitas por mes y su esposa contó que iba dos veces a la semana: lunes y viernes. En la última actualización del perfil, de junio de 2021, Jeffrey aparece con un perro y el último posteo corresponde al 7 de febrero de 2022.

La enfermedad de Ruth y su negativa a tomar la medicación provocaron el desbarajuste que llevó al desquicio a una familia que no parecía tener escrito un violento destino. Un solo ladrillo desacomodado, en la gran obra de ingeniería que es la construcción de una familia, puede provocar un derrumbe catastrófico que arrase con todo.

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