Un abuso sexual tras otro y un tío que se hizo el novio: “Cuando pude denunciar, ya era tarde”

Como si fuera un meteorito que cae del cielo, muchos creen que un abuso es una excepción total y puede suceder, a lo sumo, una vez. Un mito que Micaela Cabrera barre con su historia: “Fui abusada cuatro veces, todas por hombres del círculo íntimo familiar”, cuenta a Infobae. ¿Por qué fue tarde para denunciar? La historia de una mujer que quiere cambiar las reglas

Insólito 25 de agosto de 2022 sanjuanhoy sanjuanhoy

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Hay una creencia popular que dice más o menos así: “Ponele que sufrió un abuso sexual cuando era chiquita, ok, pobre, qué mala suerte. Ahora bien ¿más de uno? O sea, ¿le pasó y le volvió a pasar? Mmm…qué raro”.

Tan oscura y pegajosa es esa creencia -la que oh, casualidad pone la lupa en la víctima- que así pensaba Micaela cuando, según su denuncia, sufrió el tercer abuso sexual de su vida.

“Soy yo, que me meto en la boca del lobo”, se repetía a sí misma, aunque tenía 13 años. “Soy yo la que no sabe cuidarse. Es mi culpa por haberme quedado sola con un hombre”, repite a Infobae Micaela Cabrera. El hombre al que se refiere era su tío, hermano de su papá, con quien convivía en la casa de sus abuelos.

Micaela está en Viedma, Río Negro, donde sucedió todo lo que denunció y donde todavía vive. “Todo” es lo que cuenta apenas arranca a contar su historia. “Fui abusada sexualmente cuatro veces, todas por hombres del círculo íntimo de la familia”.

Micaela ya no es la niña que pudo denunciar los dos primeros abusos, tampoco la pre adolescente de la historia de “la boca del lobo”. Ya tiene 28 años y fue hace muy poco que logró juntar sus pedazos para ir, como sobreviviente, a denunciar a los que faltaban. En la Justicia, sin embargo, le dijeron que ya era tarde.

Una nena

“El primer abuso fue cuando tenía 5 años, todavía iba al jardín de infantes”, arranca. Sus padres se habían separado el año anterior, por eso Micaela vivía con su mamá en la casa de un amigo que les había ofrecido alojarlas.

“Mi mamá trabajaba en un boliche de noche y nos dejaba al cuidado de él, y bueno…”, suspira. Con las pocas palabras que tenía a esa edad, Micaela pudo decirle a su mamá lo que le había pasado apenas se despertó.

“Yo no sabía las partes de mi cuerpo, entonces le dije que él me había bajado el pantalón y había frotado su cuerpo contra el mío”.

Su mamá enseguida llamó a su papá. “Hablaron entre ellos y nos mudamos, pero a mí nadie me explicó nada. Nadie me dijo que eso no era algo que tenía que normalizar, que era grave”. Se instalaron en otra casa que alquilaron, adonde comenzó a ir asiduamente otro amigo de su mamá. Como lo único que había cambiado era la escenografía, volvió a suceder.

“También era como parte de la familia, él pasaba mucho tiempo con nosotras”, sigue Micaela. “Yo ya tenía 7, 8 años, era muy chica pero cuidaba a mis hermanas y me quedaba sola con ellas, entonces este hombre empezó a quedarse con nosotras, supuestamente para cuidarnos”.

Esta vez, cuenta, se sumó una amenaza concreta. “Si vos decís algo, le voy a hacer lo mismo a tus hermanas”.

Sigue ella: “Me anuló completamente, ya no podía contarlo porque creía que mi rol era proteger a mis hermanas, había una madre que no estaba cumpliendo su función. Sentía que tenía que cuidarlas aunque me costara el cuerpo”.

Pasaron dos décadas pero el recuerdo sigue ahí, vivo: las noches en las que esa nena que iba a segundo, tercer grado, se hacía la dormida para que él no la despertara. Las noches en vela, durmiéndose en la escuela después.

“Igual me agarraba y me llevaba arrastrándome a la cama de mi mamá. Después era parecido al primer abusador: se frotaba contra mi cuerpo y me hacía ir a lavar”. Era una manipulación sigilosa, porque nunca dejaba huellas físicas.

“Hasta que no aguante más y le conté a mi mamá, como pude, porque era chica y tampoco tenía palabras, no decía ‘vagina’ o ‘tetas’”. No fue fácil lograr que alguien la escuchara: “Me echaron de la escuela en segundo grado porque le conté a todas las maestras, creo que buscaba que algún adulto me ayudara”.

Su mamá también se había criado en un ambiente abusivo, por lo cual tenía todos los límites borrados. “Imaginate que su propio padre violaba a su hermana, hasta que la dejó embarazada. Mi mamá se acostumbró a vivir en ese horror, naturalizó toda esa violencia”, comprende Micaela.

“Así que cuando era adolescente, mi mamá se puso en pareja con mi papá, un hombre 10 años mayor, se fue de esa casa, y tenía 16 años cuando nací yo. Después, pasó lo que pasó. ¿Qué? Yo le terminé contando a mi abuela lo que me estaba haciendo ese hombre, ella me llevó a hacer la denuncia y a mi mamá le sacaron la tenencia”.

Fue duro, arrasador: “En el juicio mi mamá declaró que yo mentía. Entiendo que lo hizo por miedo a que le sacaran a sus hijas pero yo estaba en tercer grado, es difícil escuchar a tu mamá decir que estás mintiendo”, cuenta ahora, que hace tiempo perdió todo vínculo con ella.

El segundo de los abusadores tenía antecedentes penales y fue condenado. “El otro no, como yo no sabía las partes de mi cuerpo (decía “acá” pero no decía “me tocó la vagina”) consideraron que mi testimonio era dudoso”.

La Justicia determinó que Micaela y su hermana debían quedar a cargo de su papá, donde se suponía que iban a estar seguras.

Se suponía.

La adolescente

“Igual estábamos siempre en la casa de nuestros abuelos, mi papá se iba de viaje sin aviso y nos dejaba ahí, ni siquiera dejaba una muda de ropa”, avanza.

Micaela tenía 13 años y ya no era una niña sino una pre adolescente bombardeada, como todas, por ideas de amor romántico polémicas: las de la Bella y la Bestia, por ejemplo, la dulce dama que, por amor, es capaz de domesticar a una bestia.

“¿Viste que a veces te obligan a saludar con un beso a tus parientes? Bueno, en la casa de mis abuelos vivía mi tío y nos hacían darle un beso. Bueno, su juego era correrte la cara en ese momento y darte un beso en la boca. Sucedía delante de todos, nadie lo veía mal, nadie lo frenaba”.

La tensión, cuenta, era permanente: “Yo no podía tener el pelo para el costado y el cuello descubierto porque él venía y me besaba el cuello. Me daba besos en la boca, me toqueteaba todo el tiempo”, relata.

“No me trataba como a una sobrina, se hacía el novio, lo disfrazaba de amor. Hasta que me llevó a su pieza y me dijo ‘yo sé lo que te pasó cuando eras chiquita, pero yo no soy igual, yo te quiero’”.

Con el disfraz de amor romántico la manipulación suele ser más efectiva pero Micaela detectó el patrón enseguida. “Porque hizo lo mismo que me habían hecho los otros: frotó su cuerpo contra el mío y después me hizo lavar. Pero para mí ya no era lo mismo si tenía que denunciarlo: era un pariente”.

Su abuela -la misma mujer que la había rescatado y ayudado a denunciar a los dos primeros abusadores- se enteró, pero no de boca de su nieta: “Lo vio, vio a su propio hijo cuando me estaba forzando para darme un beso. Pero en vez de decirle algo se enojó conmigo, me dijo ‘yo no quiero un hijo preso, así que callate la boca porque si vos hablás vas a matar de la tristeza a tu papá y a tu abuelo’”.

La culpa iba tomando nuevas dimensiones: “Mi tío lo hizo esa vez y siguió intentándolo siempre”, sostiene Micaela. “Yo era chica, creía que tenía que cargar con lo que le pasaba al otro: si estaba enamorado de mí era por algo que yo hacía, si estaba enojado lo mismo. Empecé a cargar con eso también y a tratar de no estar más con hombres sola”.

Los límites también se estaban borrando y la cuarta vez “ocurrió cuando tenía 14 años y significó el quiebre mental”, sigue ella. “Yo estaba teniendo clases particulares de matemáticas con el padrino de mi hermana. Estábamos sentados a la mesa, la mesa tenía un mantel. Mi abuelo estaba enfrente nuestro, en otra habitación”, relata.

“Se me acercó, me metió la mano en el pantalón y me metió un dedo. Fue horrible, yo no estaba sola, estaba mi abuelo cerca, pero no estaba mirando. Yo pensaba ‘¿cómo le explico lo que que este hombre acaba de hacerme?’. Me sentí muy desprotegida, pensé ‘ni sola ni acompañada puedo protegerme del abuso, ya está, este es mi karma, esto va a ser siempre así”.

La adulta

Micaela había aprendido a callar, por lo que siguieron 13 años de silencio. Hasta que una ficha empujó a la otra, y a la otra, y a la otra.

Primero murió su abuelo, la única razón por la que se sentía obligada a seguir yendo a la casa en la que vivía ese tío. “Después tuve una charla con mi abuela, porque a otra nena de la familia le había pasado lo mismo. Y mi abuela me contestó ‘que se joda por puta, seguro que lo provocó’. Yo le contesté ‘¡abuela, tenía cinco años!, ¿de qué puta me estás hablando?”.

Micaela, con ayuda de su psicóloga, logró despegarse de ese barro. “Identifiqué que esa familia estaba re podrida, ¿cómo nos iban a cuidar con ese pensamiento?”. Ya era adulta cuando se enteró de otra noticia: “Mi papá también había sido denunciado por abuso sexual”.

Para proteger a esa víctima prefiere no decir contra quién pero sí que fue difícil, muy: “Porque mi papá me dio una versión pero cuando fui a hablar con ella le creí todo: la vi llorar y detecté en su dolor algo que yo también había vivido”.

Hubo escraches en la ciudad, una infección histórica que empezó a supurar. “Y ahí pude comprender que yo no me merecía cargar con ese dolor, que todas esas personas tenían la responsabilidad de cuidarme”.

Y fue así que el 5 de enero de 2021, cuando tenía 27 años, Micaela fue a denunciar a su tío y al padrino de su hermana. “Tuve que contar todo muchas veces, a abogados para que alguien quisiera tomar el caso, a la psicóloga, en la fiscalía. ¿Y sabés que pasó? Los dos casos prescribieron, y las dos denuncias se archivaron. Ya era tarde”.

Lo único que logró fue una orden de restricción de acercamiento contra su tío, que se vence en el verano. “Después de un abuso terminás devastada, el dolor y el terror te persiguen, claro que no estás lista para denunciar enseguida”, explica. Ni hablar si el abusador es parte de la familia.

Fue en esa batalla, en ese no poder creer que encima de todo la responsabilidad parecía de ella por no haber podido denunciar antes, que se sumó a un grupo de mujeres de Viedma que estaban peleando, precisamente, por el “derecho al tiempo a denunciar”. Es decir, por una ley de imprescriptibilidad de los abusos sexuales en la infancia.

En conjunto con las mujeres radicales de la ciudad redactaron un proyecto de ley que ya presentaron varias veces en la Cámara de Diputados de la Nación y sigue esperando ser tratado. Por eso lanzaron, además, una petición en change.org donde ya juntaron 40.000 firmas.

“El proyecto de ley habla del derecho a poder denunciar cuando una pueda, para que no te vuelvan a dejar en esa soledad tan profunda”, se despide Micaela. “Yo estoy viva porque estoy sobreviviendo pero necesito que me reparen de otra forma. Necesito una justicia verdadera”.

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