No quería ayudar en su casa y sus padres lo llamaban “el hijo del pecado”: el día de rabia de un joven que terminó con 16 muertes

El 24 de septiembre de 1995, en una calle del pueblo francés Cuers, debajo de un ciprés, Eric Borel estaba esperando que alguien lo matara. Ya había cumplido su misión. A sus compañeros de clases les había dicho que realizaría una “cruzada” o “un genocidio”. Tenía 16 años y odiaba a su familia. La historia de un adolescente atormentado y perturbado

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El sábado 23 de septiembre de 1995, a las 18 horas, comenzó la masacre que Éric Borel (16) tenía en mente. Empezó por su propia casa rural en Sollies-Pont, Francia. Tomó el rifle Anschütz calibre .22 del ropero de su padrastro y bajó la escalera. Lo odiaba tanto. Al sentir que alguien entraba a la cocina Yves Bichet se dio vuelta. Sorprendido de ver armado a su hijastro trató de quitarle su propio rifle de las manos. Pelearon durante unos segundos, pero Éric logró disparar cuatro veces.

Yves fue el primero de muchos en caer bajo la ira explosiva de Éric quien, no viéndolo del todo muerto, fue a buscar un gran martillo y le aplastó la cabeza.

Con su pétrea mirada verde, el adolescente siguió camino hacia la sala donde estaba su medio hermano Jean Yves (11) mirando televisión. Tiró a quemarropa. Bang. Luego, por las dudas, usó un bate de béisbol para darle en el cráneo.

¡Bum!

El golpe sonó seco y definitivo.

Limpió las huellas de sangre a conciencia y se sentó a esperar a que su madre llegara de misa. No estaba conmovido por lo que había hecho, solo expectante y con su deseo de muerte amartillado. La furia lo mantenía en alerta.

Marie Jeanne (36) llegó alrededor de las 20.30. Apenas entró a su casa, su hijo fue letal: un solo disparo al medio de la cabeza.

Bang.

No tuvo necesidad de usar ni el bate ni el martillo. Volvió a limpiar con manía. Cubrió los cuerpos con sábanas blancas y cerró todas las persianas y puertas. En una mochila empacó comida, dinero, un impermeable, un mapa de Limoges, unos anzuelos de pesca, una daga, una pistola y varias cajas de municiones. Se subió al auto con el rifle sobre la falda y se dirigió hacia el pueblo de Cuers.

No era ningún experto manejando, ni siquiera tenía licencia para conducir. Un poco más adelante chocó contra una pared. Decidió seguir a pie. Era noche cerrada. Tomó su bolso y su arma larga y empezó a caminar. El aire era otoñal, no hacía demasiado frío. Se tiró en medio de los viñedos para descansar y dormitar por unas horas. Faltaba mucho por hacer.

La masacre continúa
A la una de la madrugada, el hermanastro mayor de Éric, Jean-Luc Bichet, llegó a la casa de sus padres. Estudiaba en Antibes y solía ir los fines de semana a visitarlos. Abrió la puerta con su llave, todos estarían durmiendo. Encendió las luces de la planta baja y horrorizado vio las siluetas de los cuerpos bajo unas sábanas. Llamó a la policía.

Algunas contradicciones en sus dichos lo ubicaron en el primer puesto del podio de sospechosos.

Todos buscaban esa noche a Éric quien no aparecía por ningún lado. ¿Estaría muerto también él?

El adolescente impasible dormía bajo la vegetación. Cuando empezó a clarear, ese domingo 24, y el sol derramó un poco de su calidez, se levantó decidido a seguir sembrando pavor.

Iba vestido con un jean negro y una campera de cuero también negra. Se movía con frialdad con la carabina colgada de su hombro.

A las 7:15 de la mañana, tocó la puerta de la casa de su compañero de colegio Alan Guillemette (17). La madre, extrañada, abrió. Éric le pidió que despertara a su hijo. Cuando Alan salió al jardín medio adormecido ambos se quedaron unos segundos hablando. Discutieron. Eric quería que huyeran juntos, eso se cree. Alan no se plegó a sus ideas y le dio la espalda para volver a entrar a su casa. Error fatal.

Bang.


Éric le disparó por la espalda dejándolo mortalmente herido. La madre entró en pánico y corrió a llamar a la policía y a emergencias.

Éric siguió imperturbable su ruta de unos dos kilómetros hacia el centro de Cuers. La matanza continuó al azar. Quien se cruzara con él caería bajo la lluvia de sus balas rabiosas.

Destinos aleatorios
Por ser temporada de caza en la zona, nadie sospechó del joven que caminaba portando un rifle esa mañana.

La siguiente en caer fue Ginette Vialette (48) quien estaba en su casa, parada del otro lado de una ventana abierta.

Bang bang.

Instantes después fue Denise Otto (77), cuando sacaba la basura.

Bang.

Disparó una vez más contra el marido de Denise, Jean, a quien hirió en el hombro.

Bang.

Levantó la vista y observó a una mujer mayor que iba del brazo de su marido en frente de él.

Bang.

Ella cayó herida.

Dos hermanos cruzaban la calle y apuntó a uno detrás del otro.

Bang y bang.

Como muñecos, cayeron heridos al pavimento pintándolo de rojo.

Con cada disparo la furia de Éric salía pitando de ese orificio negro y tajeaba el aire. Era el quemante caño de escape de su mente enloquecida.

Detrás de otra ventana abierta atisbó a un desconocido, Rodolphe Incorvala (59).

Bang.

Le dio de lleno.

Cruzó de vereda y ¡bang bang! a Mario Pagani (81) quien había salido a comprar el diario.

Acto acto seguido, ¡bang bang! al marroquí Mohammed Maarad (41), justo en frente al Café del Comercio. Directo al torso y a la cabeza en ambos casos.

En el cajero automático ATM, había una pareja extrayendo dinero. Marius Boudon (59) y André Touret (62) no llegaron a comprender qué pasaba.

Bang, bang.

Salió de ahí y se topó con André Coletta (65) quien había sacado a pasear a su perro caniche.

Bang letal.

En la plaza Peyssoneau estaba Pascal Mostacchi (15).

Bang.

Son ya 13 los muertos y solo en los últimos 30 minutos lleva asesinadas a 10 personas y heridas a 6.

Algunos testigos lo vieron apuntar con total frialdad a las cabezas de sus víctimas. Uno, horrorizado, dijo haberlo visto volver con calma sobre sus pasos hacia un herido en el estómago para rematarlo.

Piedad cero.

A las 8 de la mañana la policía ya estaba tras él. Las detonaciones habían retumbado por todo el pueblo y las alertas llegaban desde decenas de teléfonos.

Lo rodearon en una calle del pueblo, pero Éric Borel no pensaba entregarse. La muerte era el destino que había elegido.

Bang final.

Se pegó un tiro en la cabeza debajo de un ciprés, el árbol típico de los cementerios, frente al colegio.

Para este momento crucial y definitivo, Eric ya había disparado su arma unas cuarenta veces.

Ese nefasto 24 de septiembre de 1995 quedó impregnado en la memoria del pueblo y hasta hoy padres y abuelos les cuentan a sus hijos y nietos el horror de lo vivido.

Con el transcurrir de las semanas la suma de los muertos se elevó. Jeanne Laugiero (68) falleció en el hospital el 23 de octubre y, el 2 de marzo del año siguiente, también murió como consecuencia de las graves heridas, Pierre Marigliano (68).

Habían sido 16 los decesos totales contando al atacante, pero ¿qué había desatado semejante tragedia?

Disciplina y tiros
Marie Jeanne Parenti (de origen corso) y Jacques Borel (submarinista) eran militares demasiado jóvenes cuando la vida los sorprendió con la noticia de que esperaban un hijo. Éric Borel nació el 11 de diciembre de 1978. La magia de la relación de sus padres no duró mucho y pronto se separaron. El bebé terminó viviendo con sus abuelos paternos, en Limoges, Francia, durante un lustro en el que Marie Jeanne -quien trabajaba con empeño- lo visitó cada tanto. Ella volvió a casarse y fue entonces que decidió que había llegado el momento de ir a buscarlo. Éric tenía cinco años cumplidos cuando Marie Jeanne se lo llevó a su casa de Sollies-Pont, donde vivía con su nuevo marido, el escribano Yves Bichet, quien tenía dos hijos más grandes: Franck y Jean Luc. Pensó que tenía una familia que ofrecerle al pequeño Éric.

No resultó lo esperado.

La madre de Éric era una cristiana fanática. Severa y autoritaria, creía firmemente en la disciplina hogareña. Si se portaban mal, repetía a quien quisiera escucharla, los golpes eran necesarios. La educación de los niños “conmigo es así” y, acto seguido, levantaba la palma de su mano para seguir diciendo: “Quiero que caminen derechos. Si salen mal, les doy dos bofetadas”. A los que tenían hijos y no poseían dinero para mantenerlos no dudaba en preguntarles: “¿Por qué siente la necesidad de un hijo si no tiene para darle de comer?”. Disciplinar, alimentar y educar eran para ella la base para que las cosas salieran bien. Marie Jeanne pretendía que Éric fuera un chico fuerte, de esos que trabajaban en la construcción sin protestar y jugaban al rugby. Con Éric nada de eso funcionaría. Él pequeño construía un mundo de fantasías particulares y de odios profundos.

Donde vivían, en Ayquiers, al pie de una colina en las afueras de Sollies-Pont, todo era naturaleza. A los 8 años, Éric se rompió un brazo en una de sus osadas travesuras. Asustado y temiendo un reto de proporciones, en vez de volver a su casa decidió escapar. Lo hallaron horas después llorando y temblando de dolor. No era un chico convencional y sus desafíos a los deseos maternos iban en franco ascenso.

Cuando se enojaba por lo que él hacía, Marie Jeanne lo llamaba “incapaz” o le gritaba que no “era bueno para nada”. Éric la detestaba cada vez más. Se quejaba de ella y de su padrastro. A sus conocidos les decía que se descargaban con él, que le pegaban y lo maltrataban llamándolo “El hijo del pecado”. Sin embargo, los hijos mayores de Yves dijeron -luego de la masacre- que no era cierto que su padre golpeara a Éric y contaron que no solo lo trataba bien, hasta le había hecho varias casitas para las mascotas que el adolescente solía llevar a su casa.

Éric pasaba horas y horas leyendo historias fantásticas de héroes ficticios e imaginando mundos donde elfos y caballeros luchaban para servir a una princesa desahuciada. Uno de sus profesores lo describió como un chico con cierto “talento para escribir” que se apasionaba con el estudio de la Segunda Guerra Mundial y de los nazis y que odiaba a los árabes.

Sus compañeros lo miraban con desconfianza. Los varones no entendían por qué hablaba siempre en voz tan baja; las mujeres, lo encontraban petulante y desagradable. La ausencia física de su padre no hizo más que alentar su frondosa imaginación. Éric comenzó a idealizarlo. Les contaba a sus compañeros de clase historias increíbles que tenían a su padre como protagonista y héroe en la Guerra de Indochina. Por eso, y también porque idolatraba a su hermanastro Franck quien se había alistado en el ejército, quería seguir sus pasos. Bajo estos liderazgos en parte ficticios, su interés por las armas se incrementó exponencialmente.

A pedido suyo, su padrastro le enseñó a disparar con un viejo rifle calibre 22 que tenían en casa. Entrenaba a su asesino.

Éric, aburrido, desde la ventana de su dormitorio apuntaba a los gorriones y bang bang bang, les tiraba. Empezó a derribarlos. Su puntería mejoraba.

El tirador mortal ya estaba forjado.

La oscura “cruzada”
Durante el secundario, en el liceo profesional Georges-Cisson, en Toulon, Éric fue un alumno relativamente tranquilo. Pero en los últimos tiempos todo había cambiado. Había comenzado a ratearse con frecuencia a sus clases de ingeniería electrónica. Sus profesores notaron que su mirada de gélidas aguas verdes, enmarcada en una melena corta y rubia, paseaba como ausente. No era obediente sino más bien solitario y taciturno. Se sentaba siempre al fondo, al lado de Alan Guillemette (17). Alan era su contracara: moreno, simpático, charlatán y seductor. Éric no tenía casi amigos, solo Alan.

Ese mismo año inventó que su padre biológico había muerto de cáncer. A sus compañeros les dijo que las cosas en su casa iban muy mal porque su madre y su padrastro lo maltrataban y pretendían que colaborara con los trabajos hogareños. Les reveló que estaba cansado de ser insultado por su familia, que no quería lavar platos ni sacar la basura ni hacer nada de eso que le pedían. Llegó a murmurar fastidiado una advertencia, un día “mataría a dos o a tres” y, luego, se suicidaría.

Cosas de adolescente enojado, pensaron. No más que eso.

Hacia septiembre de 1995 Éric, harto de su vida, comenzó a repetir lo que todos consideraron más pavadas provocadas por su permanente enojo: realizaría una “cruzada” o “un genocidio”.

El pueblo tranquilo, rodeado de bosques, donde todos se conocían de vista y donde nunca pasaba nada que llegara a los titulares de los diarios, se convertiría en el escenario de uno de los más brutales homicidios múltiples de la historia del país.

El adolescente perturbado
Cuando después de ocurrida la masacre la policía llegó para allanar su casa, en el cuarto del adolescente hallaron una esvástica pintada en su puerta, algunos recortes de la Segunda Guerra Mundial, fotos de Hitler y una insignia nazi. Entre las películas que él tenía estaban Terminator y El silencio de los inocentes y, entre sus pertenencias, hallaron cómics oscuros. La bolsa con sus pertrechos apareció abandonada cerca de la casa de Alan. Los gendarmes que lo vieron ese día, antes de suicidarse, dijeron que parecía un “niño sorprendido de seguir con vida, esperando que alguien le disparara en represalia y lo matara”.

¿Qué atravesaba la fría mirada de Éric? ¿Qué excusas ensayaba su mente para los crímenes? Nadie podrá saberlo jamás con certeza. Éric Borel dejó para explicarse un reguero de muerte, un bolso que anunciaba una fallida fuga y cuarenta vainas servidas.

El resto es solo especulación.

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