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Conejitas, orgías “asquerosas” y depredadores sexuales: cómo la muerte de Hugh Hefner destapó todas las perversiones
Cuando el dueño de Playboy murió, el 27 de septiembre de 2017, estalló el escándalo. El hombre que había creado la revista que mostró mujeres desnudas pero también fue ícono cultural, que había sido halagado por personalidades de todos los ámbitos, escondía un lado oscuro y perverso. Fueron las conejitas, las chicas de tapa, quienes revelaron el horror que habían vivido en la Mansión Playboy y junto al magnate
sanjuanhoyCuando murió, estalló un escándalo que reveló al mundo lo que el mundo ya sabía, intuía o sospechaba. El tipo era una calamidad, una especie de depredador sexual que había hecho una fortuna con los desnudos femeninos, había montado un imperio, el de la revista estadounidense Playboy y sus negocios concurrentes, había montado una mansión conocida como Mansión Playboy que era domicilio personal y el de las chicas estrellas de la revista, antro de orgías por las que desfilaron personalidades de casi todos los ámbitos de la cultura y la política americanas, cuna de grandes fiestas en las que reinaban el alcohol y la droga y centro de perversión tolerada por esa misma cultura que durante más de sesenta años había tolerado, aplaudido, ensalzado y premiado al inventor del gran negocio.
Cuando Hugh Hefner murió, a los noventa y un años, el 27 de septiembre de 2017, quién sabe si era consciente de que los vientos habían cambiado y que lo que le había sido consentido ya no lo era. A su muerte, aparecieron varias memorias de sus “conejitas” o “playmates”, como se conocieron y se conocen a las chicas de tapa, que aparecían desnudas en el interior de la revista y en la página central, desplegable, impresa en mejor papel que el resto. Esas memorias, secuela de unos pocos testimonios anteriores, reflejaron el horror que siempre había rodeado al emporio Playboy y, también, la mansedumbre, la condescendencia y hasta la comprensión que avalaron durante décadas el negocio de Hefner, y sus extravíos sexuales.
Hefner había nacido en 1926, en Chicago. Fue a la escuela, como todo buen hijo de un hogar rígido, estricto, religioso y conservador; hizo la primaria en la Sayro School y la secundaria en la High School de Steinmentz; a los diecinueve años, como buen muchacho americano, se enlistó para combatir en el Pacífico en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Después, estudió psicología en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, dos pequeñas ciudades vecinas unidas por los claustros universitarios, a poco más de doscientos kilómetros de Chicago.
En 1953 era editor de circulación de Children’s Activities, una revista que incluía artículos para chicos, historias de infancia, poemas, historietas, con una tapa ilustrada con dibujos: ese mundo naif se terminaba. La guerra, y la posguerra, habían cambiado para siempre a Estados Unidos. O Hefner lo supo, o tuvo suerte. Soñaba con editar una revista a la que iba a llamar Stag Party, algo así como una fiesta sólo para hombres. Consiguió el capital, reunido entre amigos generosos, y se largó a la aventura con un ojo de pirata y unos ánimos que hacían juego.
En esos años, los desnudos femeninos estaban relegados a revistas pornográficas clandestinas y marginales. Hefner se propuso hacer del desnudo femenino todo lo contrario: exhibirlo, ampliado y en detalle, impreso a todo color, en buen papel y en una publicación al alcance de todo el mundo. Era, también, una nueva mirada sobre la sexualidad de los americanos, sobre el erotismo gráfico y, si se quiere, sobre el hedonismo. No era el hedonismo griego lo que Hefner tenía en mente, sino el hedonismo de Chicago, que había sido la tierra de Al Capone y no la de Aristipo de Cirene.
La sociedad de la época era entonces bien diferente a la de hoy. Para 1953, cuando apareció el primer número de Playboy, que así se llamó lo que iba a ser Stag Party, un estudio del Instituto Gallup reveló cómo era la vida entonces en Estados Unidos. Es un documento histórico de irrecuperable inocencia. Los maridos opinaban que la cualidad más apreciable en una esposa eran sus condiciones para regentear de forma tranquila y ordenada un hogar. Y la mayoría, el cincuenta y cinco por ciento, creía que las mujeres estadounidenses estaban “demasiado consentidas”. Ninguna voz, decía el informe Gallup, se había elevado para protestar contra la tradicional discriminación entre los sexos. Las esposas creían que los hombres bebían demasiado y que uno de sus principales defectos era “que no prestan bastante atención”. El tipo medio de mujer afirmaba que prefería el matrimonio a una carrera profesional; exigía que se suprimiera el término “obedecer” de la fórmula matrimonial, pero en otros aspectos “aceptaba el criterio moral que otorga más libertad al hombre que a la mujer”. Por ejemplo, agregaba el Instituto Gallup: “El sesenta y uno por ciento de todas las mujeres convinieron en que una esposa jamás debía abrir el correo de su marido, aunque hubiera alguna carta perfumada y escrita con trazo femenino”. Y cuatro de cada cinco mujeres contestaron “por supuesto” cuando les preguntaron si debía castigarse con más severidad el adulterio femenino que el masculino.
En ese mundo estalló Playboy. El primer número contenía una nota sensacional: una foto, vestida en tapa, desnuda en el interior, de la diosa sexy del cine americano: Marilyn Monroe. Era una foto antigua, de los tiempos duros en los que Marilyn daba sus primeros pasos en la gran pradera del cine de Hollywood. Hefner la había comprado al fotógrafo que la atesoraba, y la publicó como la primera gran lámina desplegable de su revista. La edición incluía un editorial de Hefner en los que explicaba cuál sería la filosofía de la publicación. En la segunda edición, apareció el que sería símbolo de la revista de por vida: el perfil de un conejo, dibujado por Art Paul, que lucía moñito y unas orejotas altas y alertas. Hefner dijo que lo había elegido por su simpática connotación, a buen entendedor ni hablarle, y porque se lo veía juguetón, coqueto y elegante. También esa era la filosofía de Playboy.
La revista expuso una nueva forma de ver la sexualidad americana, y de cómo podían tratarla, reconsiderarla y ejercerla sus lectores. A su modo, Hefner fue un adelantado en el mundo del erotismo gráfico y en amasarlo con una mezcla de un periodismo bien escrito, que en aquellos años dio cabida a escritoras feministas, y que no eludía cuestiones sociales en crisis en Estados Unidos: Hefner defendió la igualdad racial, en llamas en los años 60, y los derechos civiles de la población negra; apoyó a los activistas de los derechos humanos y a los pacifistas contrarios a la guerra de Vietnam.
Playboy fue un extraordinario éxito de ventas en un mundo masculino que había sobrevivido a la guerra y con hijos nacidos en el “baby boom” posterior que tendrían quince años en 1960 y serían la mayor fuerza de consumo de Estados Unidos: en noviembre de 1972, Playboy alcanzó su record de ventas: más de siete millones de ejemplares. Todo giraba alrededor de la visión de la sexualidad que esgrimía Hefner que había armado un emporio que dirigía con su uniforme de guerra: una bata roja de andar por casa y tirado en la cama de la Mansión Playboy que también era su hogar en Chicago.
Era dueño de una cadena de clubes nocturnos, atendidos todos por mujeres vestidas como “conejitos”, un pompón cosido en la espalda de una malla estrecha, bajo la cintura y una tiara ajustada en la frente que terminaba en grandes orejas alertas. Eran las “bunnys”, las “conejitas” de Playboy. Hefner extendió su negocio a casinos y hoteles, y hasta se metió en el mundo de la televisión para llevar adelante una serie, “Playboy’s Penthouse” en la que colaboraron muchos de sus famosos amigos, entre ellos el cómico Lenny Bruce y la gran Ella Fitzgerald. El empuje de Hefner parecía imponerse al puritanismo americano, y su apuesta contaba con el apoyo de toda, o casi toda, la cultura americana.
Playboy enriqueció sus ediciones con una serie de reportajes extraordinarios firmados por grandes escritores, o grandes plumas de la prensa americana. Alex Haley, el autor de “Raíces”, entrevistó a Miles Davis y a Martin Luther King tres años antes de su asesinato y ya con el Nobel de la Paz en sus manos. Y James McKinley reporteó luego al asesino de Luther King, James Earl Ray. Marlon Brando se confesó ante Lawrence Grobel y John Lennon y Yoko Ono lo hicieron ante David Sheff. Y aún hoy, quien quiera adentrarse en las entrañas del sangriento régimen nazi y en la tortuosa personalidad de uno de sus jerarcas, debe recurrir al extraordinario reportaje que Eric Norden hizo a Albert Speer, arquitecto y jefe de producción de guerra del Tercer Reich. Playboy también entrevistó a Fidel Castro, a Salvador Dalí, a Jean Paul Sartre, a Cassius Clay cuando no era aún Muhammad Ali, a Yasser Arafat, a Orson Welles, a Bertrand Russell y a Malcom X, que sería asesinado en 1965. Con esos hallazgos periodísticos, Hefner decía que el buen periodismo y la literatura no estaban reñidos con el hedonismo, aunque fuese el de Chicago.
De alguna manera, Playboy también abrió la sexualidad a la mujer. A su estilo y muchos años antes de que se revelara su condición de predador sexual, Hefner, que se decía feminista, dio una nueva voz, o intentó darla, a aquellas mujeres que juzgaban que era peor el adulterio de ellas que el de ellos, y que no abrirían jamás la correspondencia de él aunque llegaran sobres perfumados.
Dos ex “playmates”, Miki García y Alexandra Dean dijeron hace un par de años a Infobae: “Las mujeres estaban tratando de descifrar qué era la libertad, qué era el empoderamiento; y para muchas mujeres estar orgullosas de su cuerpo, tener con él una relación libre y ser igualmente libre con su sexualidad, era parte de ese poder. Y Playboy vendía muy bien ese sueño a las mujeres; un desnudo hermoso en esa revista implicaba una movida poderosa. Ignorar eso, es subestimar la experiencia de esas mujeres. Muchas se sentían poderosas. Lo duro era ser parte del imperio de Hefner y ser llevadas a ese mundo tipo secta, donde muchas veces terminaban convirtiéndose en su juguete sexual”.
En su momento, figuras del feminismo militante como Susan Brownmiller pensaban lo contrario: consideraban a Hefner un enemigo que lo único que había normalizado eran la misoginia, la cosificación y la explotación sexual de las mujeres. Los testimonios de las ex “conejitas” de Playboy terminarían por darle la razón a Brownmiller.
Hasta entonces, Hefner fue visto siempre como un “bonvivant”, un millonario que disfrutaba de la vida y del sexo. Para ser sinceros, la historia del editor y el que era su presente en los años 70, 80 y 90, no llevaban a pensar que Hefner hubiera hecho un voto de castidad, ni que hubiera adherido al difícil compromiso de la abstinencia. Más bien lo contrario. Y quien pensara que la Mansión Playboy, que en 1974 se mudó a Los Ángeles, era un ámbito propicio a la meditación, al examen de conciencia, acaso al estudio de la influencia del inglés antiguo en la moderna literatura estadounidense, corría el serio riesgo de ser tomado por ingenuo. Lo de Hefner era un burdel. De lujo, festejado por una sociedad que celebraba también cierta vecindad con la decadencia. Pero era un burdel. Y su dueño se pavoneaba casi a diario en su bata roja de andar por casa, habano o pipa en la boca, una “conejita” aferrada por cada uno de sus brazos y una sonrisa algo bobalicona que parecía ser su marca registrada: un excéntrico, un loco lindo, un pícaro mujeriego.
La Mansión Playboy de Los Ángeles era la Acrópolis del hedonismo: una gigantesca construcción de dos mil metros cuadrados con cine privado, grandes salones, saunas, tres jacuzzis exteriores, pileta de natación, court de tenis, zoológico privado, órgano de iglesia, bodega subterránea, gruta con cascada y bosque. Kitsch, es verdad, pero esa era y es la estética del club de esos millonarios: el zoo privado es de manual.
Casi todas las celebridades de Estados Unidos pasaron por allí, y no a meditar, sino a participar de las tremendas fiestas que daba Hefner, en las que corrían el champán y la droga y bullía el sexo detrás de las puertas, y que no figuran en ninguna de las memorias dictadas o por dictar de esas celebridades.
La leyenda dice que un complejo sistema de túneles comunicaba con las mansiones de grandes actores de Hollywood, que llegaban a las orgías de Hefner sin hacerse notar. En ese castillo levantado en Holmby Hills, un barrio del distrito de Westwood, vecino a Beverly Hills vivía Hefner con sus novias oficiales, casi siempre eran tres y en simultáneo, una especie de petit harén lindante con las pasiones árabes más que con el hedonismo griego. El resto de la troupe Playboy, las conejitas que no eran elegidas, vivían en la Bunny House, a pocos metros de la mansión.
Hefner se casó tres veces. Con su primera esposa, de la que se divorció en 1958, tuvo dos hijos, Christie y David; en 1988, después de una larga relación con Barbi Benton, casó con Kimberley Conrad a la que celebró con noventa y tres páginas de desnudos en Playboy: él tenía sesenta y tres años y ella veinticinco. Tuvieron dos hijos, Marston y Cooper y se separaron en 1998. En 2010 estaba comprometido con Crystal Harris, el ochenta y un años, ella veintiuno, pero en junio de 2011 ella puso fin a la relación. Sin embargo, ambos se casaron cuando Hefner tenía ochenta y seis años y Crystal veintiséis.
En el medio de sus matrimonios, y durante ellos, el señor Playboy mantuvo decenas de romances con “conejitas” y aspirantes a “conejitas”, sólo, en trío, en cualquier otra conformación de ensamble, o en orgías que fueron denunciadas años después, con lujo de detalles de los que estas líneas van a prescindir por reiterados y tediosos.
Crystal, viuda de Hefner, juró que su marido había tomado tanto Viagra en su vida que se había quedado sordo. Un aparte, acaso innecesario, para echar un poco de luz sobre esta afirmación. Es muy probable que, dada la edad de Hefner cuando Crystal lo conoció, ochenta y uno, y ochenta y seis cuando se casaron, la vejez hubiera hecho ya algunos estragos en él, entre ellos el de la disminución auditiva, sin que esa leve discapacidad pueda ser atribuida como contraindicación de esa medicina que Hefner consumía con fruición, y que está destinada a incrementar el placer sexual, o al menos a alcanzarlo.
Cuando en los años 70 el imperio Playboy empezó a decaer frente a la competencia de revistas más audaces, Hustler entre ellas, editada por Larry Flint, con páginas que obligaron a la justicia americana a trazar, centímetro a centímetro, los límites entre lo que era pornografía y lo que no lo era, Hefner cedió las riendas del negocio a su hija Christie que extendió la línea comercial al mundo del cine, el video y la computación.
El costado oscuro de Hefner fue revelado por muchas de sus “conejitas”, por empezar por su viuda Crystal, que escribió su testimonio en “Only Say Good Things: Surviving Playboy And Finding Myself - Solo digo buenas cosas: Sobrevivir a Playboy y encontrarme a mí misma”. En esas páginas contó que había congelado sus óvulos con la esperanza de ser madre, esperanza hasta hoy frustrada, y confesó que Hefner era “un maniático controlador, me obligaba a usar los mismos tonos de esmalte de uñas rosa, pálido y transparente; me daba golpecitos en la cabeza cuando se me empezaban a ver las raíces del pelo (…) Al anochecer esperaba que participase de sus encuentros de sexo en grupo. Era vergonzoso. No sé cuánta gente había en nuestro dormitorio, pero era mucha. Bastante. Era algo así como: ‘Oh, ahora es tu turno’. Nadie realmente quería estar allí, pero creo que en la mente de ‘Hef’ todavía pensaba que estaba en sus cuarenta años...”.
Años antes, en 2006 y con Hefner todavía vivo, la playmate Izabella St. James contó más o menos lo mismo en su libro: “Bunny Tales: Behind Closed Doors at the Playboy Mansion - Cuentos de Conejitas: Detrás de las puertas de la Mansión Playboy”. Las memorias pasaron inadvertidas, pero la modelo revelaba lo que había detrás de aquello que parecía ser “un Disney World para adultos”. Dijo que Hefner esclavizaba a las mujeres con un pago semanal de mil dólares, drogas y champagne Dom Perignon, para someterlas en fiestas sexuales en las que se negaba a usar preservativos, mientras esperaba que “las grandes dosis de Viagra que tomaba hicieran efecto”.
Estos testimonios, y otros muchos, figuran en la serie documental “Secretos de Playboy”, dirigida por Alexandra Dean. Entre ellos figura el de Jane Saginor, hija del médico personal de Hefner, que fue criada en la mansión y también publicó su autobiografía: “Todo era oscuro y siniestro. Me enseñaron a ver a las mujeres como mercancía. Eso era degradar, no darle poder. Incluso había algo degradante en el apodo ‘conejitas’’.
También dieron su testimonio las ex playmates y “novias oficiales” de Hefner, Holly Madison y Bridget Marquardt, que relataron las orgías que, a razón de dos por semana, se celebraban en la mansión. Bridget tenía veintiocho años cuando fue a vivir con Hefner y fue invitada de inmediato a participar de un encuentro sexual en su dormitorio. La propuesta le fue hecha por una “playmate” ya retirada a quien conocían con el revelador apodo de “La Reclutadora”: “Aquello era como un pijama party –relató Bridget– Había música a todo volumen, ‘toneladas’ de refrigerios disponibles y vibradores esparcidos a lo largo y ancho de la cama”. La muchacha le dijo a la “reclutadora” que no quería participar de todo eso, sólo aceptaba mirar. Pero la mujer le contestó que si no formaba parte de la orgía, Hefner no la llamaría nunca más. Holly Madison, quien fue novia de Hefner de 2001 a 2008, también reveló cómo había sido su primera orgía: “Estaba oscuro en la habitación, había una pantalla gigante de cine porno. Todo era muy mecánico y robótico. Fue realmente asqueroso para mí cómo Hef no quería usar protección. El impacto que tuvo en mí fue muy fuerte”.
La serie documental sobre los secretos de Playboy también recordó la muerte por sobredosis de la playmate Adrienne Pollack, en 1973, el suicidio de la asistente de Hefner, Bobbie Arnstein en 1975 y el asesinato de Dorothy Stratten a manos de su marido y manager, Paul Snider. Stratten había conocido en la mansión al director Peter Bogdanovich y ambos se habían enamorado. Bogdanovich había sido invitado por Hefner a una de sus grandes fiestas para celebrar un acuerdo extrajudicial entre ambos.
Crystal Harris, viuda del señor Playboy, a quien conoció a sus veintiún años, evocó su infancia sacudida cuando intentó encontrar una razón a su vida junto a Hefner: “Cuando tu familia se rompe, sentís que ya no perteneces a ningún sitio. Dependés de la buena voluntad de los demás y tratás de encajar en cualquier lado. Así era yo cuando conocí a ‘Hef’. Él vivía a lo grande y vos sentís: ‘Yo también podría ser parte de esto’. Al principio, la Mansión Playboy se veía como un santuario. Pero no era un santuario. Cuando te das cuenta, o lo aceptás, o te vas. Y yo no sentía que tuviera otro sitio adonde ir. Hoy, con una visión del mundo más sana, estoy segura que, de tener una hija a ella no le pasaría lo mismo. Si venís de una infancia feliz y llena de amor, no terminás al lado de alguien que ya tenía sesenta años cuando vos naciste”.
Playboy dejó de salir en 2020. El CEO de la compañía editora, Ben Kohn, anunció entonces que la edición de primavera de ese año, con el mundo golpeado por la pandemia de Covid, sería la última impresa en Estados Unidos. La compañía, dijo Kohn, preparaba entonces una “remodelación de su línea de negocios”.
Las denuncias, revelaciones, confidencias y acusaciones contra Hefner fueron hechas siempre por mujeres. De todos los hombres que pasaron por el mundo Playboy, y fueron muchos, nunca nadie dijo nada.
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