Esclavas sexuales y orgías sin preservativos: cómo Hugh Hefner pasó de ser un ícono cultural a un depredador de mujeres

Al morir, cinco años atrás, los obituarios recordaron al creador de Playboy como un defensor de las libertades individuales y, en especial, de la liberación sexual, aunque había pasado décadas sometiendo a sus “conejitas”. El magnate que se consideraba a sí mismo feminista había montado un infierno en la mansión que era vista por el mundo como un paraíso

Historias 27 de septiembre de 2022 sanjuanhoy sanjuanhoy

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Cuando en 2006 la ex playmate Izabella St. James lo contó en su libro de memorias –Bunny Tales: Behind Closed Doors at the Playboy Mansion (Cuentos de Conejitas: Detrás de las puertas cerradas de la Mansión Playboy)–, su historia pasó casi inadvertida.

La modelo y abogada polaca había conocido a Hugh Hefner en un nightclub de Los Angeles seis años antes y había llegado a vivir otro par en su inefable casa como una de sus “novias oficiales”, pero ahora aseguraba que lo que desde afuera se veía como “un Disney para adultos” en realidad había sido cualquier cosa menos una experiencia divertida.

 
La otra cara de Hefner

St. James retrataba al fundador del imperio Playboy como un controlador que esclavizaba a su harem de rubias con un pago semanal de mil dólares, drogas y champagne Dom Perignon, para someterlas en fiestas sexuales en las que se negaba a usar preservativo mientras esperaba ansioso que las cantidades astronómicas de Viagra que consumía hicieran efecto sobre su cuerpo ya anciano.

Era el perfil de –como mínimo– lo que entonces se llamaba con indulgencia “un viejo verde”, pero el mundo no estaba listo aún para demoler la figura de quien durante décadas había sido considerado por muchos como uno de los padres –o de los abuelos– de la liberación sexual: después de todo, sus glamorosas “conejitas”, con sus sonrisas blanqueadas y sus escotes generosos, parecían demostrar no sólo que las mujeres podían disfrutar del sexo sin ser avergonzadas, sino que además podían darse vidas de reinas.

Hefner era el hombre que había inventado que el periodismo serio –escrito casi siempre por varones, pero donde también tenían lugar escritoras feministas como Margaret Atwood, Germaine Greer y Ursula Le Guin– podía intercalarse en una revista con imágenes de chicas desnudas; una voz fuerte contra el puritanismo en una sociedad en la que la libertad todavía era una fiesta de hombres.

Era el editor que abogaba por la igualdad racial y el derecho al aborto, un señor de traje que hasta se llamaba a sí mismo feminista y declaraba que leer a Betty Friedan le había abierto los ojos. Estaba convencido de que no había mayores diferencias entre su trabajo y el de la autora de La mística de la feminidad (1963): los dos perseguían la normalización de la sexualidad femenina.

Sólo algunas feministas radicales, como Susan Brownmiller, lo consideraban entonces abiertamente un enemigo directo. Decían que lo que en verdad había normalizado eran la misoginia, la cosificación y la explotación sexual de las mujeres. Tuvieron que pasar muchos años –y decenas de “conejitas”– para que sus palabras cobraran sentido ante el gran público, que lo veía, como mucho, como a un caballero simpático y excéntrico que manejaba sus negocios desde la cama y en rigurosa robe de chambre.

Era bastante lógico que no se le prestara demasiada atención a la denuncia de St. James en 2006. Por entonces acababa de estrenarse en el popular canal E! Entertainment Television el reality The girls next door, que mostraba a Hefner como un pionero del poliamor, rodeado de sus tres novias Holly Madison, Bridget Marquardt y Kendra Wilkinson. No importaba si el único poliamoroso era él, el programa era un éxito porque mostraba por dentro la supuesta cotidianidad de la legendaria casa y las fiestas por las que habían pasado los actores, intelectuales y rockstars más famosos de su tiempo. Todo era alegre, liviano y sexy. Ser “conejita” todavía era para muchas chicas algo aspiracional y no había mayores cuestionamientos.

Tampoco habían tenido mucha repercusión las declaraciones de la ex playmate Carrie Leigh (que demandó varias veces a Hefner desde que dejó la casa en 1988 por publicar sus fotos sin su consentimiento, algo que que el magnate había hecho con total impunidad desde el número cero de Playboy, en 1953, nada menos que con los viejos desnudos de la estrella del momento, Marilyn Monroe), que dijo al Washington Post en 1999 que la mansión en la que había pasado cinco años desde que tenía solo 19, era una especie de cárcel: “Es casi una secta. Cuando vivís en un ambiente tan distinto al del resto, empezás a olvidarte de quién sos y en qué creés. Es como en la canción Hotel California: ‘Espejos en el techo, champagne rosado con hielo. Somos sólo prisioneras acá’, ‘Podés hacer el check out cuando quieras, pero no podés irte nunca’. Me llevó algunos años después de que me fui de esa casa poder borrármelo de la cabeza”.

Pero cuando Holly Madison, que además de haber sido una de las “conejitas” y “novias principales” del reality de E!, había llegado incluso a tener uno propio –Holly’s World–, publicó en 2015 Down the Rabbit Hole: Curious Adventures and Cautionary Tales of a Former Playboy Bunny, con su versión sobre el infierno que era realmente esa mansión vista como un paraíso terrenal por la mayoría de los hombres del planeta, el libro entró en la lista de best-sellers de The New York Times. A un año del #MeToo y en plena revolución del feminismo de masas, el clima social había cambiado, y además Hugh Hefner ya era un anciano al que le quedaba poco y no podía oponer los recursos de siempre para protegerse.

Aunque le valieron las críticas de algunas de sus antiguas compañeras de casa, las memorias de Madison se leyeron como lo que eran: una memoria del abuso. Estaban bien escritas y hablaban de la profunda depresión que había sufrido durante los ocho años que compartió con Hefner mientras se prestaba a la fantasía impuesta por el creador de Playboy en una era en la que “se había vuelto una moda que las mujeres parecieran estúpidas, sólo preocupadas por su apariencia y la fama”.

Ahora estaba decidida a mostrar el otro lado de la historia. Había conocido a Hefner cuando él tenía 74 y ella 20, y se había mudado con él pese a que casi todos sus amigos lo reprobaban: “Creía que era una adulta que estaba eligiendo libremente. Y lo era. Pero no estaba preparada ni tenía mucha formación para entender que era una mala idea”.

Desde su primera noche en la mansión supo que el derecho a la admisión y permanencia implicaba sexo obligatorio con el dueño de casa. Hefner le había ofrecido Quaaludes –”las pastillas que en los setenta se conocían como ‘abre-piernas’”–, y si bien la modelo las había rechazado, estaba lo suficientemente borracha para no poder negarse cuando le dijeron que era hora de ir a su cuarto.

Fue la entonces “novia principal” de Hefner, Tina Jordan, la que la llevó hasta el cuarto donde frente a dos pantallas con porno duro, el magnate se masturbaba mientras las “conejitas” se tocaban entre ellas para complacerlo. Una de las chicas la empujó sobre el hombre; “Agarrate a la nueva”, dijo antes de que Madison sintiera el peso del cuerpo de Hefner encima. Como ella, la mayoría de sus compañeras estaban drogadas o borrachas, sin control alguno sobre la situación.

Convertirse en novia principal –algo así como la sultana madre de su imperio en Malibú–, dice Madison, no era liberador en absoluto: “Nadie quería, porque se sabía que tenías que compartir habitación con Hugh. Estabas bajo la lupa todo el tiempo y no podías salir y hacer tus cosas”.

Las sesiones de sexo grupal ocurrían dos veces a la semana, cuenta también ahora Madison (que participó además del podcast Girls Next Level, junto a Marquardt) en el documental de A&E con los Secretos de Playboy (2022). El consentimiento nunca era requerido, se daba por hecho: si estaban ahí, era porque querían hacerlo.

Hefner reducía a sus “conejitas” a la esclavitud sexual de varias maneras. Por un lado estaba el pago semanal que las hacía depender por completo de él económicamente. Por otro, regía un toque de queda y a las habitantes de la casa se les prohibía invitar a otras parejas. También llevaba un “libro negro” –que supuestamente fue quemado tras su muerte–, en el que anotaba los detalles de con quiénes tenía sexo y en qué fecha. Pero además, había un sistema de violencia psicológica basado en la competencia entre las modelos.

“Poco a poco, se volvió el líder de un imperio de mujeres que podía controlar. Y se dio cuenta de que hacer que las mujeres se enfrentaran por ser la Playmate del Año era como llevarlas a la parte superior de una pirámide. ¿Y qué hacía? Subía a unas cuatro o cinco de ellas y a las otras las iba bajando y las convertía en objetos sexuales de otros, casi siempre gente famosa o importante a la que el empresario luego podía influenciar o manejar a su antojo”, dijo la productora de Secretos de Playboy, Alexandra Dean, decidida a romper definitivamente con la “hermosa burbuja” que fue la mansión a los ojos del mundo.

Como dice en uno de los capítulos de la docuserie Jane Saginor, la hija del médico personal de Hefner, que se crió en la casa y también publicó su autobiografía: “Todo era oscuro y siniestro. Me enseñaron a ver a las mujeres como mercancía. Eso era degradar, no empoderar”. Ahora parece obvio que llamarlas “conejitas” era parte de la degradación a la estupidez y al sexo no consentido.

Hefner murió el 28 de septiembre de 2017 en “su hogar”, como anunció el comunicado de Playboy. Tenía 91 años y los obituarios lo recordaron como “un ícono americano” y no como el depredador sexual que ahora retratan los podcasts, las series y los libros. No porque otras mujeres no hubiesen contado antes lo que ocurría dentro de la casa, sino porque prácticamente no habían sido escuchadas.

Ese mismo año se había estrenado American Playboy, un documental de Amazon inspirado en su vida y su influencia en la cultura estadounidense. Y parte de lo que contaba era cierto: Hefner había sido un impulsor de las libertades individuales y en especial de la liberación sexual. Pero en su imperio –y en el de una cultura cuyos resabios prevalecen hasta hoy– esa libertad era sólo para los hombres.

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